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Sevilla, libros y años

He frecuentado las librerías de viejo de mi ciudad desde muy joven. Recuerdo que, a fines del Bachillerato, -cuando aún leía bien la poesía latina-, me llevé la agradable sorpresa de encontrarme en la Alfalfa, en la librería de la viuda de Rivas, una edición de Ovidio encuadernada en pergamino. Las tristes de Ovidio fueron una de las pasiones de mis años juveniles, y una cita de ellas abre mi primer poemario. En las librerías de viejo no sabe nunca uno bien qué se va a encontrar ni a qué precio. Y, aunque la clientela suele ser regular, casi de tertulia, a veces se encuentra unos ejemplares inesperados que piden no la Biblia en verso (que las hay) sino cosas mucho más singulares, o tratan de vender como si fuera oro de las Indias algún libraco del abuelo que tendría sitio más adecuado en el contenedor más cercano.
Aquí, en Sevilla, he frecuentado mucho la librería de Mercedes, en la calle Rivero. Era una persona cortés, gentil y bienhumorada, que se acompañaba con su guitarra en las horas de soledad y aburrimiento y que llegó a tener en la trastienda nada menos que cuadros de Juan Ramón Jiménez, de cuando Juan Ramón Jiménez joven vino a Sevilla a estudiar Derecho y a pintar. Por cierto que no era nada mal pintor de época. Y Mercedes era la librera ideal, tan generosa y conocedora de su oficio. Como yo entonces era un joven poeta y ella sabía de mi devoción por Cernuda, un día me regaló nada menos que la primera edición de La Realidad y el Deseo, que la imprimió Altolaguierre en el año fatídico de 1936. Allí encontré verdaderos tesoros.
Pero tesoros a muy bajo precio encontré en la librería de la Conchita, en la calle Feria, en los años de transición. Una librería había quedado algo antes de nuestra Guerra Civil cerrada por decisión judicial, y los fondos fueron precintados. Por lo visto, el fallo judicial firme no se produjo hasta el setenta y tantos. No sé quién sería el heredero de esas numerosas cajas de libros nuevos e intonsos de los felices años veinte. Pero de cierto alguien no muy aficionado a los libros, porque los vendió a la Conchita sin abrir las cajas. Y hete aquí que encontré nuevos el Romancero gitano de Lorca, Altazor de Huidobro, Hélices de Guillermo de Torre y muchos otros libros míticos que sólo había visto en museos y bibliotecas por el precio de un libro de bolsillo.
Eso era al principio, que luego Conchita fue aprendiendo mucho y haciéndose más precavida en sus ventas. Bastaba que entrara yo para que triplicara el precio de un libro. Terminó haciéndose una experta, y más cuando Manolo, que prosiguió el negocio de Mercedes, se casó con su hija. Muy buenos ratos he echado en la librería de Antonio Castro (que en su antigua ubicación estaba cerca de mi casa) y en la de Ignacio en la plaza de Los Terceros, con quienes charlaba a menudo de libros y escritores. También cuando paso por San Lorenzo no dejo de visitar a Manolo, en la calle Martínez Montañés, en su librería Sur. Podría citar muchas más librerías -El Desván, en la calle Cardenal Pedro Niño, con el moronense Luis al frente y tantos otros-, pero acabaré con Antonio Bosch, con librería recién inaugurada en la calle Águilas, y José Manuel, dueño de la Librería Alejandría, quien me acaba de encontrar dos libros difíciles del uruguayo Ricardo Paseyro (grande e ignorado poeta y ensayista). Como José Manuel es de agradable trato, también suelo de cuando en cuando entrar con él en palique. Y no sigo, porque la relación se haría interminable. Ahora hay librerías anticuarias hasta en numerosos pisos, que he podido localizar en internet.
Tengo más de sesenta años y menos de mil libros. Años no consigo quitarme ni uno. Pero libros, vaya que sí. Las bibliotecas son animales desagradecidos a los que alimentamos, ayudamos en su crecimiento, mimamos hasta limpiarles el polvo… y el día menos pensado nos echan de casa por falta de espacio. Hay afortunados a quienes ese espacio les sobra. Ese gran poeta, persona y mecenas que fue José Antonio Muñoz Rojas – por cierto que él me regaló y conservo las Anotaciones de Garcilaso de la Vega hechas por Fernando de Herrera (en Sevilla, Alonso de la Barrera, año de 1580)-, tenía una biblioteca fabulosa, a la que se habían añadido los incunables, fondos renacentistas y barrocos de conventos a los cuales la familia Rojas había ayudado en su fundación y mantenimiento (los Rojas llegaron a Antequera en la Edad Media). Y, cuando con los siglos el convento se veía obligado a cerrar, regalaba o vendía a Muñoz Rojas su rica biblioteca. La familia de Muñoz Rojas fue de las pocas que durante siglos tuvo la sabiduría de conservar sus tierras y sus viejos libros. En la Casería del Conde, que así se llamaba la residencia en el campo de este señor rural, se daban, pues, la mano, la Cultura y la Agricultura. También mi amigo el Marqués de Tamarón puede albergar -y sus hijos y sus nietos- una soberbia biblioteca en su castillo de Arcos de la Frontera. La sala donde están los libros es muy espaciosa y tendrá unos quince metros de alta. Hay que alcanzar los libros subiendo por una escalerilla de hierro a los estantes. Pero en una vivienda de las que se hacen hoy, hay un sitio muy limitado para los libros. Otro amigo, este ya ido hace dos decenios, me confesó que la obra de arte de su vida era la decoración de su apartamento. Mi amigo, que era el poeta Jaime Gil de Biedma, decía que en su casa había sitio para mil libros. Ni uno más, ni uno menos. Así es que tenía claro que si en la casa entraba un libro para quedarse, tenía que salir otro. ¿Cuántos volúmenes poseía un humanista del Renacimiento? Muy pocos. ¿Cuáles eran sus letras romances, griegas y latinas? Mucha. Por eso hay que tener en cuenta el tiempo histórico y las circunstancia tanto sociales como vitales del que lee. Yo creo que cuando el libro electrónico se desarrolle nos libraremos de muchos diccionarios, libros de referencia y novelas amenas y ligeritas de “usar y tirar”. Ya con el ordenador hemos dado un paso adelante en ese sentido. Pero, sin duda, seguiremos gustando del tacto de nuestra primera edición de Antonio Machado, Fray Luis o Garcilaso. Desde luego, se gasta demasiado papel en infames ediciones que los mismos editores destruyen cuando ven que no se venden, y esa contención será buena para talar menos árboles. Un ahorro que podemos emplear en productos de más rendimiento como, por ejemplo, el armamento nuclear.
Nací en Sevilla y fui bautizado en la parroquia de San Vicente. Pasé mi primera infancia en una casa hecha por Aníbal González en la calle Miguel Cid -el juglar de la Inmaculada-, y, el resto de mi infancia, en la calle Jesús del Gran Poder, muy cerquita de Conde de Barajas, a unos metros de la casa donde nació Bécquer. Yo tenía vocación de poeta antes de empezar a leer, pues desde que una hermana mía mayor que yo leyó una rima de Gustavo Adolfo, ya tenía entre mis proyectos más o menos firmes ser poeta. Me acercaba a la casa nativa de Bécquer -hermosa casa romántica de dos pisos, con balconada de hierro isabelina a la calle – y miraba asombrado la lápida donde decía que allí, a mi lado, había nacido el Poeta. Ya sabía leer, pues leía la lápida. Fui el primero de mi clase en los Hermanos Maristas en conseguirlo y, como premio, me dio mi profesor una estampa que representaba una Inmaculada de Murillo. Se la regalé a mi madre, quien la conservó hasta su muerte en las hojas de su breviario.
Si me están leyendo, ustedes supondrán que soy escritor. Pero es más que posible que desconozcan que también soy bibliotecario, y que me diplomé en la antigua Escuela de Documentalistas de Madrid, sita en la Biblioteca Nacional, donde tuve profesores de los que guardo recuerdo mejor que bueno, quienes me dieron clases de asignaturas como Historia del libro y del documento, Catalogación, Clasificación… “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla”, dijo un ilustre poeta y paisano. Parafraseando a don Antonio Machado, podría yo asegurar que la mía fue, en lo esencial, el tiempo sin tiempo pasado en la bien nutrida biblioteca paterna, en la calle Jesús del Gran Poder. Allí viajé en el Nautilo con el Capitán Nemo y entreví a Robinson bajo el verde loro balanceante de los bambúes. Allí tuve, a la sombra de las páginas abiertas en flor por primera vez, el presentimiento de la felicidad y el presentimiento de la desgracia, que es como decir, en suma, el presentimiento de la vida. Con las cortinas echadas -oculto tras la galería, pues mi padre me lo había prohibido dada mi, según él, excesiva frecuentación a la lectura- leía absorto de niño los libros que cogía de unos estantes de negra madera. Y allí cabalgué con gallardos caballeros del Romancero en enjaezados caballos, vi los ciegos e iluminados ojos de Maese Pérez clavándose con absorta fijeza en los de su iluninada hija, viajé con El buque fantasma, estudié con detenimiento el plano de la Isla del Tesoro. Y sentí que Juan de Mairena me pasaba fraternalmente el brazo por encima del hombro, y merendé más de una vez pan con queso para mejor acompañar al Hidalgo y a su Escudero en sus aventuras. Esas lecturas infantiles dejaron tan honda impresión en mí que, en parte, me llevaron a escribir el poema La sala, que figura en mi poesía completa Vieja amiga (Poesía 1975-2008) y que a continuación reproduzco:

LA SALA

Reflejaba el espejo de doradas volutas

la negra sillería de madera alfonsina,

los gruesos cortinajes de humedad y penumbra…

Allí claustro, retiro, paraíso de héroes

durmiendo en sus estantes, impertérrito Holmes,

ojos negros de Olalla; bajo un farol de gas

divagan personajes de Balzac y de Dumas,

Bécquer y sus leyendas surcando por los sueños

como El buque fantasma… De puntillas, el niño,

traspasaba la puerta de la sala encantada

donde pasaron horas, quizá las más dichosas

de su lejana infancia, muchas de juventud.

 

No existe ya la casa y sus dueños son humo.

La sala, aquel espejo, la pretenciosa estampa

presidiendo —un sarao en corte dieciochesca—

es como flor ajada en misal de una vieja.

Mas las voces aquellas de los héroes antiguos,

en insomne vigilia, nunca dejé de oírlas

junto con otras, pocas, que me dieron los años.

Antes de conocerte una tarde de Julio…

¿En qué libro, mi amor, estabas tú ya escrita?

 

Viejas y nuevas voces son ya parte de mí.

Y habré de consultarlas a todas fatalmente

el día sin remedio, que de puntillas vuelva

para abrir, en la sombra, las puertas de la sala.

No sé las horas que habré pasado en las librerías de viejo. Y más, naturalmente, en las de mi ciudad. No sé tampoco las que habré pasado con libros viejos. Estudié en la escuela de Documentalistas de Madrid y allí, en esa misma ciudad, mi trabajo consistió durante años en dirigir una Biblioteca. En Sevilla trabajé catalogando libros durante algunos años en la Biblioteca Pública, cuando ésta se encontraba en la calle Alfonso XII. Y buena parte de mis ratos de ocio transcurrían en librerías, de nuevo o anticuarias, o dedicado a mi pasión de la lectura. Por eso sé que la lectura de un libro puede conformar tanto o más que el trato con un paisaje o con la persona amada. Y esto es así porque, en el fondo, son una y la misma cosa. Las ideas platónicas de la Verdad, de la Bondad y de la Belleza, para pasar aristotélicamente de la potencia al acto, han de concretarse en un bello cuerpo, en un mohín gracioso, en un noble gesto, en unas líneas memorables. En este sentido, el libro antiguo es cifra y clave de lo más alto de cualquier anhelo y realización humana. En él, como en el rostro de quienes queremos, se encuentra la marca y la pátina del tiempo que hace aún más intenso, humano e irremediable su atractivo, a la vez que conserva incólume su verdad. Esa verdad que fue, es o pudo ser, pues todo lo que pertenece al hombre resulta, paradójicamente, fiel y fugitivo. “Fieles guirnaldas fugitivas”, tituló el gran poeta cordobés Pablo García Baena uno de sus más hondos y hermosos poemarios. Por estas razones, terminaré estas líneas afirmando que quienes frecuentan y respetan los viejos libros pertenecen a la estirpe de esos pocos privilegiados que hacen posible que la vida merezca la pena de ser vivida.
Fernando Ortiz / Sevilla, 1 de mayo de 2010
Este texto forma parte del libro Un mundo de libros, editado en 2010 por la Asociación de Amigos del Libro Antiguo y la Editorial Universidad de Sevilla.

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