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Dónde está la gracia

Lo dice Juan Manuel Bonet en algún fragmento de La Ronda de los Días: en lo que respecta al vicio o al deporte de buscar libros viejos, resulta imposible explicarle dónde está la gracia a quien no comparta la afición y en cuanto a quien la comparta, cuantas menos pistas se le den, mejor.
POR Juan Bonilla
Llamémosle vicio, sí, sin problema, le da estatura, pero por favor, nada de Bibliofilia: bibliofilia es gusto por el libro, y, si es por etimología, tan bibliófilo es el chaval que fui con una sola estantería de libros de bolsillo que el hombre que soy con una casa anegada de libros. Cualquiera con una habitación llena de libros es bibliófilo: no importa que lo primero que te diga es que no es bibliófilo porque no colecciona primeras ediciones o subraya los libros o, colmo de la insensatez, los presta a quien se los pida.
La bibliofilia, en la acepción vulgar, referida a quienes coleccionan libros antiguos o buscan primeras ediciones, suena a decoración y de hecho los ingleses distinguen bien al bibliófilo del bibliómano: el primero es el que tiene los libros exquisitamente ordenados y gusta de lucirlos, ahí están en hileras precisas y podría estar dos horas hablándote de las estanterías, si caoba o pino o lo que sea. Le ha impuesto unas fronteras a su biblioteca para que no perjudique su vida cotidiana: la biblioteca es el sitio de su recreo y lo peor de todo: suele encuadernar sus tesoros.
Al bibliómano los libros lo devoran, los tiene en montones por todas partes, en las estanterías las hileras hace tiempo que faltaron al respeto al orden y hay dos o tres hileras en cada una de ellas, porque se niega a imponerle fronteras al monstruo, llegará el momento en que tenga que sacar los libros al rellano o al porche, y lo hará sin dudarlo: no espera la visita de ningún fotógrafo de revista de decoración. La decoración no es su fuerte, no sabe ni le interesa si el pino es mejor que la caoba. El castillo de Alberto Manguel con sus libros perfectamente ordenados no le da la menor envidia, las naves de Abelardo Linares, y su portentoso desorden de cajas llenas y pasillos de libros que se pierden en la honda oscuridad, sí, mucha.

El bibliófilo es rico, por pobre que sea, y el bibliómano es pobre, por dinero que tenga.

Hay otro termómetro para distinguirlos: el bibliófilo sólo habla de grandes nombres, primeras ediciones de Stevenson y de Voltaire, si pierde el sueño por un libro es por la edición inglesa de Moby Dick, que se tituló La Ballena y no vendió ni cien ejemplares; el bibliómano, sin embargo, tiene la sangre infectada de nombres de autores menores de los que no se acuerdan ni sus herederos, está convencido de que por debajo de la historia oficial hay otra historia, más verdadera, ve el panorama como un mar, esos barcos tan pomposos o estilizados o bonitos son desde luego los grandes nombres, y no les hace ascos, ojalá pudiera procurárselos todos, pero sabe que por debajo de ellos hay decenas de ahogados y su misión es hacerlos sobrevivir aunque sea en el pequeño reducto independiente de su biblioteca.
Sabe, en fin, que la literatura no tiene que ver con la historia de la literatura como la vida no tiene nada que ver con la historia. Sabe que a lo que más se parece el modo en que se fabrica una historia es a los castells humanos: hacen falta treinta en el suelo sobre los que se suban quince sobre los que se suban ocho sobre los que se suban cuatro sobre los que se suban dos sobre los que se suba uno, el clásico. Al bibliófilo le interesa el que culmina el castell o los dos sobre los que trepa, al bibliómano le interesan todos ellos, pero sobre todo los treinta del suelo.
Por supuesto esta diferenciación entre especímenes es muy aproximada y consiente todas las excepciones y mezclas que se quieran. En realidad, hay tantos tipos de bibliófilos y de bibliómanos como buscadores de libros hay. Cada cual tiene su canción, sus intereses, sus gustos. Pero a todos ellos les resultaría muy difícil explicar dónde está la gracia a quien no se la vea.
Casi todos ellos han reparado en algún momento en lo insensato de su vicio, pero han tachado rápidamente ese pensamiento para seguir al viento de los libreros, gremio donde toda la escala social está representada, desde la aristocracia donde respirar el polvo de libros de trescientos años cuesta dinero, hasta el tablón donde alguien que empieza expone tres docenas de volúmenes. Así que, por ahí, es mejor ni intentarlo porque hacer proselitismo de un vicio es tontería.

Foto: Andrew Draper

En mi casa libros había muy pocos, casi todos ellos del Círculo de Lectores, años sesenta y setenta, tapa dura, sobrecubierta de plástico. Recuerdo La ciudad y los perros de Vargas Llosa, con unos perros lobos dibujados y con uniformes de militares, Cien años de soledad, con una mujer en una mecedora y sin título impreso en cubierta, El Padrino de Mario Puzo, A sangre fría y El fulgor y la sangre de Aldecoa. Recuerdo también la Enciclopedia Sexual de López Ibor. Y aparte dos libros de Helenio Herrera, porque mi padre era muy futbolero y admiraba al entrenador del Barça: Suspense, un libro de cuentos policiacos, y las memorias tituladas Yo.
Me hizo mucha ilusión enterarme años después de que esos libros los había escrito Gonzalo Suárez, que se había convertido en mi cuentista favorito gracias a Trece veces trece. Una tarde en la que no tenía mejor cosa que hacer decidí reconstruir la biblioteca de mi padre y busqué todos aquellos libros en la red. Gasté un total de veintidós euros e invertí quince minutos en encontrarlos. Cuando me llegaron les hice sitio aparte en mi biblioteca, quiero decir, que no puse el libro de García Márquez con los libros de García Márquez ni los de Helenio Herrera con los de Gonzalo Suárez. Sólo tuve dudas con el de Vargas Llosa, porque La ciudad y los perros pertenece a un distinguido grupo de libros de los que me gusta tener todas las ediciones posibles – como el Romancero Gitano de Lorca o Lolita de Nabokov. Pero al final no, lo dejé con los demás, con el libro de Truman Capote, el de Mario Puzo y el de García Márquez. Así que el vicio o la enfermedad no lo contraje en casa de mis padres.
Fue quizás más bien en el Instituto y debió seguir el camino contrario al habitual: o sea, uno quiere ser escritor porque ha sido lector y ha encontrado en la lectura una magia, una sustancia, un canal, que le permitido ensoñarse en la posibilidad de intentarlo. Esa es la teoría habitual, yo creo que está equivocada, pero aunque no lo esté creo que yo primero traté de ser escritor que lector.

Ser alguien era el horizonte al que todos estábamos obligados para escapar del nadie que éramos.

Se suele decir que esto de la lectura es como el fútbol, que los niños se ponen a jugar por imitación de las estrellas en que quieren convertirse: me parece que es un paso posterior. Los niños se ponen a jugar porque se ponen a jugar. Sólo más tarde se fijarán en cómo lo hacen las estrellas y entonces sí que vendrá la época de la imitación de filigranas y gestos – cuando jugaba al fútbol como mi jugador favorito era Cruyff y Cruyff protestaba por todo, a pesar de mi timidez, yo solía protestar también, no porque me apeteciera, sino por parecerme en algo a Cruyff. Así que como en el fútbol, uno se ponía a jugar porque había un balón, un campo, unas porterías, unas ganas, se ponía a escribir pues un poco por lo mismo: el fútbol y la escritura se cumplían en el mismo acto de ejercerlos, no necesitaban de maestros a los que imitar, aunque luego sí viniera esa obligada etapa, alimentada ya no por el placer de jugar o de escribir, sino porque alguien te había engañado con la posibilidad de que mediante aquello que hacías y con lo que disfrutabas pudieses llegar a algo. Ser alguien era el horizonte al que todos estábamos obligados para escapar del nadie que éramos.
Leer leía los libros que me mandaban leer y sobre todo los periódicos que entraban en casa, deportivos unos y locales otros: el periódico era la obra literaria perfecta, completa, pasaba de lo particular a lo universal con un simple chasquido de dedos, el vecino al que le habían robado a punta de navaja una pareja de heroinómanos no iba a estar nunca más cerca del presidente de los Estados Unidos que en las páginas del periódico. Así que me recuerdo de niño, en esas horas largas de la siesta de los otros, recortando periódicos viejos y componiendo collages para fabricarme mi propio periódico imponiendo titulares según me alcanzara el ingenio o completando noticias con mi pésima letra que se esforzaba, mediante pausada caligrafía, en ser legible.
Pero el vicio de buscar libros, en mi caso, yo creo que empezó de veras con Cansinos (…)

* Este texto es la primera parte del capítulo inicial de ‘El buscador de libros‘; un ensayo que el escritor Juan Bonilla publicará en otoño con la Fundación Lara. Si quieres leer la segunda parte, haz CLIC AQUÍ.

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