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Dónde está la gracia (2ª parte)

El vicio de buscar libros, en mi caso, yo creo que empezó de veras con Cansinos, aunque antes ya coleccionaba periódicos -no sólo los que yo me inventaba- sino cualquiera que se me pusiera al alcance. Había un gran kiosco en Jerez, el del Villamarta, con unas perchas golosas en las que se vendían periódicos extranjeros. Había periódicos de colores, unos impresos sobre papel rosa, otros sobre papel verde, muchos en formato sábana.
POR Juan Bonilla
Eran carísimos, pero en cuanto me entraba algo de dinero por lo que fuera, corría allí a aumentar mi colección: mi favorito era L’Equipe. Poco después empezó a llegar una revista de Madrid llamada La Luna. Como sólo llegaban dos copias de cada número había que estar muy atentos a principios de mes para no quedarte sin tu ejemplar. Lo bueno que tenía La Luna era que, además de ser bonita, con aquel diseño absolutamente disparatado y la impresión en papel basto y su formato grande, era que además de coleccionarlas podías leerlas, y te llevaba a otros sitios, a lugares donde te recomendaban autores que por primera vez oías y que, de creer a los redactores, era imprescindible conocer si se quería estar al tanto de cómo nace un genio, de cómo un volcán agrieta la tierra y se eleva en el aire. Tal vez fue en La Luna donde supe de Cansinos, quién sabe, en La Luna le saltaban a uno a las manos los nombres más dispares, aunque es más probable que diese con él en las páginas de la gran revista literaria de aquellos años, FIN DE SIGLO, que tenía su redacción hipotética a medio kilómetro de donde yo vivía y dirigían Francisco Bejarano y Felipe Benítez Reyes.
Siendo yo chaval se publicó La novela de un literato en tres tomos (los dos primeros salieron juntos, el tercero tardó unos años) y ahí se me presentó un mundo fascinante. Supongo que, más tarde, el hecho de que Abelardo Linares, mi editor de poesía favorito, en cuya casa quería publicar mis poemas -escritos como trataba de decir, antes de haber leído a ningún poeta, como si hubiera intuido que era el método idóneo para sacarse de encima algo-, donde publicaban mis poetas predilectos, fuera librero de viejo también ayudó a que yo contrajese el vicio.

¿Qué pasa con la vocación de escritor? ¿Cuándo recibirá de la realidad tal dictamen que uno la abandone para entregarse al exilio de la lectura? Nunca, la vocación de escritor cabalga en los pulsos de la sangre de quien la padece.

En cuanto al libro de Cansinos se le ha considerado como una interminable cabalgata de chismorreos, lo cual es signo de una lectura muy superficial y barata: en realidad es la gran novela del dislate que es la vocación literaria, una enfermedad contra la que la realidad no tiene cura. En España tiene vocación de futbolista el 70 por ciento de los niños -y no sé qué porcentaje de las niñas, pero será cuestión de tiempo, en cuanto el fútbol femenino cobre visibilidad aumentará ese porcentaje-, pero la vocación se pudre pronto, sobre los catorce años, que es cuando ves si obtendrá recompensa o no. Luego queda el largo exilio del espectador, sí, pero nada que ver. Si tienes vocación de arquitecto, ahí está la Escuela. Pero ¿qué pasa con la vocación de escritor? ¿Cuándo recibirá de la realidad tal dictamen que uno la abandone para entregarse al exilio de la lectura? Nunca, la vocación de escritor cabalga en los pulsos de la sangre de quien la padece. Es una cosa insana, llena de amarguras, de mentiras, de intereses espurios… pero es tan agradecida que cuatro amigos te hacen un banquete para celebrar la aparición de tus poemas -o treinta conocidos le dan like a la noticia que cuelgas en Facebook- y el gusano de la vocación se alimenta con eso.
Es muy penoso, todos lo sabemos, y por eso es tan fácil de ridiculizar. Pero cuando se es joven, esa vocación es emocionante porque hace trampolín de una ambición intrigante: cambiar la vida, cambiar la vida a través de la literatura, pensar que una gavilla de poemas o una novela impactará en el cristal de la realidad y, si no lo hace añicos, al menos le harán una grieta. Y a la vez, al conseguirlo, o al aceptar la trampa de que ahora quizás no, pero en unos años ya se verá -porque hemos encerrado en una cápsula de hojas un secreto que estallará más adelante-, se ejecutará ese misterioso truco de magia mediante el cual uno se convierte en “alguien”.

Foto: José Ángel Borja

Cansinos en su novela va retratando a todos esos “unos” que quisieron ser alguien, uno cantando a los pinos de su pueblo y otro escribiendo una novela sicalíptica que iba a sacudir las bases morales de la sociedad, otro con una obra teatral que matará a todo impostor que no esté preparado para verla y otro más con unos cuentos fantástico que considera que aportan frescura a la envejecida dicción de los maestros. Y los retrata a sabiendas de que todos fracasarán, de que han fracasado ya, y los mira con una compasión serena, augusta, verdaderamente magistral porque en el propio libro Cansinos renuncia a sí mismo, a su prosa perfumada de madrigal, se entrega al trazo rápido, al apunte enérgico. Y en efecto, el libro está lleno de anécdotas, peor ya decía Hipólito Taine que en la anécdota está lo que importa, entre otras cosas porque anécdota significa “lo inédito”. Episodios legendarios como la visita de unos poetas al sanatorio donde se guarda de la depresión Juan Ramón Jiménez o los paseos con el cadáver de su hijo de Pedro Luis de Gálvez para dar sablazos llaman tanto la atención que su resplandor puede dejar en el lado oscuro la verdad del libro: es un invencible canto de amor a la locura de la vocación.
La novela de Cansinos estaba llena de nombres propios que te hacían querer ser una especie de vigilante de la playa atento para actuar y zambullirse y salvar a quien se estuviera ahogando. Porque eso es lo que en el fondo anhela el bibliómano: salvar a alguien, devolverle la vida a alguien. En el libro de Cansinos se estaba ahogando todo el mundo. Así que, ¿cómo no querer asomarse a ese libro, El sable de Pedro Luis de Gálvez del que Cansinos hablaba? ¿Cómo no querer acudir a La Torre de los siete jorobados de Carrere? ¿A qué sonarían los poemas de Xavier Bóveda? ¿Quién sería ese espectral Rafael Lasso de la Vega? ¿Y esa Teresa de la Cruz de la que andaba enamorado Valle Inclán? ¿Sería un tal José Mas, de verdad, el heredero de Pérez Galdós que, encima, retrataba como nadie los pasillos secretos de la sociedad sevillana?
Muchos de estos autores están convenientemente editados hoy, pero en época sólo había un tipo de establecimiento en el que pudieras encontrarlos -con mucha suerte-: las librerías de viejo.

Foto: José Ángel Borja

Con esto quiero decir que no es que yo tenga el veneno de las primeras ediciones en la sangre (y no hay frase más tonta que esa de Cyrill Connolly según la cual las palabras más feas de cualquier idioma son “segunda edición”), sino que los libros que buscaba o los conseguías en primeras ediciones -en cualquier caso en ediciones antiguas, porque José Mas, por ejemplo fue muy reeditado en su época- o no los conseguías. A mí las primeras ediciones por el hecho de ser primeras ediciones tampoco me dicen mucho (tengo la tercera edición de La orgía de José Mas que es exactamente igual que la primera), y de algunos libros prefiero tener una edición posterior mucho más bonita y legible (Rayuela es un libro de bolsillo de letras minúscula que se descuajaringa enseguida, así que la edición en buen papel de Alfaguara que imita su bonita cubierta es la que tengo, la primera la tuve y la cambié por algo que me hacía más ilusión; A sangre y fuego de Chaves Nogales, que yo mismo edité en Espasa Calpe, la tengo en la edición de Renacimiento con la cubierta de Alfonso Meléndez y en tapa dura, la primera chilena la tuve y la cambié por algo que me hacía más ilusión, sigo teniendo la primera norteamericana, del año 37, porque también es muy bonita).
Y así empecé a buscar libros inencontrables en las cuevas de los libreros: porque no había otro sitio donde buscarlos. Y a veces, lo que iba buscando se me olvidaba por lo que acababa encontrando. Y el vicio se hizo tesoro y al tesoro hubo que buscarle justificación filosofal del tipo: construir una biblioteca es pervertir el orden de la realidad, corregir en un espacio privado la bota civil de lo público, negar la jerarquía impuesta por las autoridades competentes.

Los libros que nos faltan, los que buscamos, están cargados de una energía muy superior a la de los libros que ya tenemos, soldados abatidos en un campo de batalla mental.

Nos dicen que en la narrativa española de los cincuenta y sesenta, la pelea de gigantes es entre Cela, Aldecoa, Matute, los Goytisolo, Benet y shalalá… para mí el autor importante de la época es Gonzalo Suárez, al que no verán en ninguna lista de candidatos al Cervantes. Nadie discutirá que la importancia o influencia de Gamoneda o Claudio Rodríguez o Valente como poetas de los cincuenta es fundamental para la poesía española: vale, mi poeta predilecto de esa generación, aparte de Ángel González, es Julio Mariscal Montes. Por cierto, ahora caigo en que tengo todos los libros de Julio Mariscal y de Gonzalo Suárez y no hay peor cosa para un autor con respecto a un bibliómano que ser completado: de alguna forma se olvida de él. Porque los libros que nos faltan, los que buscamos, están cargados de una energía muy superior a la de los libros que ya tenemos, soldados abatidos en un campo de batalla mental.
Podemos convencernos, en efecto, con esa argumentación benjaminiana según la cual toda biblioteca corrige el orden del mundo y pensar que la labor de construir una biblioteca tiene un sentido noble. A quien le valga el argumento, mis felicitaciones. Yo ya me he convencido de que carece de toda importancia, de que gasto horas en buscar libros porque sencillamente me divierte, que no estoy dejando, al hacerlo, el plano secreto de un alma ni de nada de eso, sino que me dejo llevar por intereses a veces repetimos o a veces arraigados en una curiosidad que, ojalá, tarde mucho tiempo en fallarme. Es un poco lo de Orwell en la trinchera: se da cuenta de que hubo un momento en que sabía a ciencia cierta porqué quería estar es una trinchera disparando contra el enemigo pero en algún momento perdió esa certidumbre y ahora sólo sabe que necesita seguir disparando.
Explicárselo a quien no comprenda dónde está la gracia es muy difícil, y a quienes sí saben dónde está la gracia no hay nada que explicarles. Tal vez un día tengamos que montar una asociación de bibliómanos anónimos que busque sanarnos de nuestro vicio (“Hola, soy Juan y hace dos meses y tres días que no busco ni compro un libro…”), tal vez no, porque, finalmente, una cosa buena tienen los bibliómanos que conozco: ninguno hace el menor proselitismo. Ninguno dice su secreto que más o menos puede reducirse en esto: estamos aquí para tratar de recuperar el paraíso del que nos expulsaron, y una biblioteca es un simulacro de paraíso como otro cualquiera, entendiendo por paraíso aquello que decía Benjamin: un lugar en el que poder percibirse a uno mismo sin terror.

FOTO DE PORTADA: Haakon von Martinsky

* Este texto es la segunda parte del capítulo inicial de ‘El buscador de libros‘; un ensayo que el escritor Juan Bonilla publicará en otoño con la Fundación Lara. Si quieres leer la primera, haz clic aquí.

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