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José Luis Melero

“El coleccionismo no me interesa nada. Es más, diría que me desagrada”

Dice el escritor y bibliófilo aragonés José Luis Melero que en sus conversaciones sobre libros siempre veta la palabra “coleccionismo” porque no refleja amor por los libros como vehículo de transmisión de cultura y fuente de placer intelectual, tan sólo por su posesión. “El coleccionismo es para los amantes de los posavasos, los alfileres de corbata o las vitolas de puros”, asegura. “El amor por los libros es otra cosa”. Melero ha sido otra de las personas que ha respondido a nuestro cuestionario para conocer las razones que se esconden tras su pasión por los libros viejos.
POR Mauricio Calderón / Sevilla, 5 de junio
PREGUNTA: ¿Cuándo empezó usted a coleccionar libros y qué colecciona?
RESPUESTA: Yo veto siempre la palabra “coleccionismo” en mis conversaciones sobre libros. El coleccionismo es para los amantes de los posavasos, los alfileres de corbata o las vitolas de puros. El amor por los libros es otra cosa. Amamos a los libros por lo que son: un vehículo de transmisión de cultura y una fuente de placer intelectual, de conocimiento y de felicidad. Leemos para aprender, para ser más libres y tolerantes, para intentar entender el mundo y tener opinión sobre las cosas. Para ser cada día mejores. Eso nada tiene que ver con el coleccionismo. Por supuesto que hay bibliófilos de perfil coleccionista. Lo sabemos todos y conocemos a muchos. Es más, yo diría que lo son una gran mayoría. Son esos que buscan crisolines como locos o van con la lista de los número que les faltan de tal o cual colección o editorial. Igual que hacíamos de niños con los cromos. Pero esos, que apenas leen los libros que compran, son el último escalón de la bibliofilia. A mí el coleccionismo no me interesa nada. Es más, diría que me desagrada.
Siempre me recuerdo leyendo. Desde niño. Primero, tebeos, y después, a partir de los catorce o quince años, literatura, ensayos, libros de historia. Al principio compraba, como todos, libros de bolsillo (Austral, Alianza, Bruguera…), hasta que un día me di cuenta de que comprando libros en los rastros y en los mercadillos podía, por lo mismo que me costaban esos libros nuevos de bolsillo, comprar antiguas primeras ediciones. Y a aprendí a amar y a valorar los libros viejos. Sigo comprando, claro, libros nuevos y procuro estar al corriente de las novedades (aunque esto es hoy casi imposible, dada la avalancha de libros que llega cada día a las librería). Pero el placer que te proporcionan los libros viejos es diferente, pues al propio valor intrínseco del contenido del libro se suman otros muchos elementos de los que carece el libro nuevo: la rareza o singularidad, su carga histórica (quiénes fueron sus propietarios, qué tumbos ha ido dando por aquí y por allá, qué ex libris lleva…), las antiguas dedicatorias autógrafas que lo hacen único e irrepetible, la encuadernación de la época…
Si de lo que se trata es de saber qué libros busco o me interesan, podría decir que sobre todo he sido lector de libros de poesía o de narrativa españolas, de bibliografía, de historia de España de los siglos XIX y XX, de la última guerra civil o de los autores raros y curiosos de la bohemia. Y también de los de la “literatura del yo”: diarios, epistolarios, memorias, autobiografías…, a los que soy muy aficionado.
P: ¿Cuál ha sido su mayor logro -o aquella caza- que recuerda con mayor emoción?
R: La mejor pieza la abatí una mañana inolvidable en el rastro, cuando encontré la edición prácticamente desconocida de La Eneida de Virgilio, impresa por Lorenzo de Robles en 1592 y traducida por el toledano Gregorio Hernández de Velasco. Y digo “inolvidable” porque es ya casi imposible comprar en el Rastro un libro de literatura del siglo XVI perfectamente conservado y con la encuadernación original. Lo anecdótico de este caso es que la compra se debió a un “soplo” que me proporcionó uno de los vendedores habituales, a quien la persona que tenía el libro no había querido vendérselo. Y que aquel “soplo” no iba a salirme gratis, pues me pidió dinero por él aunque sin fijarme cantidad, la que a mí me pareciera. A mí aquello, que la verdad no me había sucedido nunca hasta entonces, no me pareció ni bien ni mal. Si entre tantos asiduos visitantes del Rastro que hubieran estado dispuestos a comprar ese libro me había elegido a mí, yo sólo tenía motivos para sentirme satisfecho. Si ese significarme a mí frente a los demás no era por amistad, cortesía o agradecimiento, sino únicamente por interés, es algo que nunca he entrado a juzgar. Aquello me costó un poco de dinero (el diez por ciento de lo que pagué, que es lo que decidí entregarle por aquel soplo); pero yo quedé contento y él también.
Y recuerdo siempre, cómo no, los libros que he comprado tirados de precio, por la ilusión que a todos nos hace comprar gangas: por ejemplo, Hélices, de Guillermo de Torre, Iluminaciones en la sombra, de Alejandro Sawa, o las Poesías seleccionadas de Pedro Luis de Gálvez, que compré por 25 pesetas cada uno de ellos, en rastros y almonedas diferentes. Luego he comprado libros que me interesaban mucho y que tengo siempre en la cabeza, pero como los he pagado a precio de mercado, o incluso caros (porque todos llegamos a pagar caros aquellos libros que llevamos toda la vida buscando), mejor no hablo de ellos.
P: La frase de Walter Benjamin según la cual una biblioteca es una manera de corregir el orden de la realidad, ¿qué le parece?
R: Pues que es una frase redonda, pero que a mí no me dice nada y me deja indiferente. Yo soy poco solemne, y no me tomo muy en serio las frases grandilocuentes. Entiendo, claro, que para ganarse fama de intelectual, uno debe pronunciarlas de vez en cuando. Pero los demás tenemos la obligación de saberlo y no rendirles pleitesía. Las bibliotecas no corrigen nada, ni modifican orden alguno. Uno forma las bibliotecas que puede y que le permite su economía, y si tuviéramos más tiempo, más dinero y más cultura, a lo mejor formaríamos otras muy diferentes. ¿Yo corrijo el orden de la realidad porque encuentro en el suelo una mañana Hélices y me lo llevo a casa tan feliz, pese a que nunca habría pensado comprarlo ni pagar el dineral que los libreros de viejo pedían por él? Vamos, hombre. Las bibliotecas, además, van cambiando a lo largo del tiempo, pues lo que comprábamos a los 20 años a lo mejor no nos interesa ahora, y en épocas distintas a todos nos preocupan libros distintos. ¿En cada época corregimos la realidad? Walter Benjamin, según Ivette Sánchez, en Coleccionismo y literatura, buscaba cuentos de niños para completar una colección que había heredado de su madre, y también obras escritas por dementes. Yo, la verdad, no lo tomaría como ejemplo.
P: La frase de Connolly según la cual todo coleccionista de libros está tratando de reconstruir su juventud, ¿qué le parece?
R: Otra frase empingorotada. Me sirve la respuesta de antes. Si uno no sabe nada, pongamos por caso, de Francisco Vighi, y un día lo descubre (por un amigo, por una nota a pie de página, por una reseña) y lo lee, le hacen gracia sus versos y se compra sus libros, ¿está reconstruyendo su juventud? Claro que no. Simplemente está descubriendo a Vighi, y ahí se acaba la historia. Lo demás, pedantería y ganas de enredar.
P: ¿Cuál es el sitio más raro donde ha comprado libros?
R: En una destartalada furgoneta en marcha, conducida por unos gitanillos que desde luego no tenían carné, de pie y en la parte de atrás, a la que le había arrancado los asientos y donde estaban los libros tirados por el suelo. Y en una administración de lotería, en la calle Mayor de Jaca, en el verano de 1986. Había allí, vaya usted a saber por qué, unos pocos libros, y entre ellos una novela de Julio Calvo Alfaro, Sombras de Hollywood, de 1944. Estaba sin marcar. Debía de llevar allí desde que se publicó. Pregunté el precio y la lotera me dijo que el que ponía en la solapa, pues estaba impreso en ésta. Un precio, naturalmente, de 1944: 12 pesetas. Se las pagué y me lo llevé.
P: ¿Cuáles son las piezas más preciadas de su biblioteca?
R: No sabría elegir un único libro. Es muy difícil. Hay centenares de libros de los que me siento muy orgulloso. Pero siento debilidad por un  humilde y rarísimo libro de un poeta poco recordado: Fonds Perdu, del mequinenzano José Soler Casabón (1884-1964). Se lo compré a un bouquiniste de Albi, y aún recuerdo el temblor de mis manos y mi total incapacidad para poner en el mercadeo cara de póker, que es lo que el sentido común y desde luego cualquier manual de bibliofilia aconsejan que debe hacer el comprador cuando se encuentra ante una pieza importante. Fonds Perdu es muy raro. Primero, porque su tirada se limitó a 34 ejemplares numerados, 30 de ellos en papel paja y 4 sobre papel tela fuera de comercio, que no fueron compuestos tipográficamente sino facsimilando un magnífico manuscrito en color violeta del autor. Segundo, porque se imprimió en Toulouse en diciembre en 1939, poco después de que Soler saliera del campo de concentración de Argelès, cuando Francia estaba llena de exiliados españoles luchando por sobrevivir en condiciones infrahumanas y donde la edición de un libro de poemas de corte intimista tenía difícil encaje. Tercero, porque está escrito en francés, lo que, como no hará falta que explique, no ha sido frecuente en la literatura escrita por los naturales de Mequinenza, localidad zaragozana donde también nació mi llorado y recordado Jesús Moncada, autor de una novela legendaria que Jorge Herralde descubrió antes que nadie: Camino de sirga. Y cuarto, porque el poeta no era en realidad poeta sino músico, un músico de vanguardia que vivió buena parte de su vida en París y que fue amigo de Picasso, Apollinaire, Gris, Reverdy y sobre todo de otro aragonés como él, el escultor Pablo Gargallo.
P: ¿Cómo ha cambiado internet su condición de buscador de libros?
R: Completamente. Me ha quitado en buena medida la ilusión. Ha desaparecido la pasión por salir de cacería: las perdices te las traen ahora a casa, limpias y desplumadas. Te sientas en el ordenador, en pijama y zapatillas, y te dices: “me voy a comprar tal primera edición de Baroja, que hoy tengo ese antojo”. Y vas y te la compras. ¿Qué gracia tiene esto? A mí me gustaba salir al monte, con la escopeta, el perro y el morral. Ahora, hacerse con libros viejos es cosa de señoritas que compran desde el salón de su casa. Y, por supuesto, han desaparecido las gangas y las oportunidades, pues hasta el vendedor más iletrado sabe vender sus libros sólo con fijarse en los precios que ponen los demás. La ventaja, desde luego, es que puedes encontrar libros que antes nunca encontrarías, pero a costa de perderse toda la liturgia de la bibliofilia de siempre.
P: ¿Por qué libro vendería su alma al diablo?
R: Eso es mucho vender. Ningún libro merece tanto. La vida, lo digo siempre, está por encima de la literatura. Los libros nos hacen felices, pero no lo son todo. Pero si lo que queremos decir es qué libros me haría mucha ilusión conseguir, ahí van unos pocos: Primavera portátil, de Adriano del Valle, Almas de Violeta y Ninfeas de Juan Ramón, o Inquisiones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos, de Jorge Luis Borges.
FOTO DE PORTADA: Copyright Revista Leer

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