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Pura Vida

Además de filólogo, poeta, traductor, ensayista, columnista, crítico y editor literario, o precisamente por eso, Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950) es un gran bibliófilo. “Mis amigos dicen que más que una casa, vivo en una librería de viejo”, dijo en una ocasión el ex secretario de Estado de Cultura y antiguo director de la Biblioteca Nacional. Con un Pregón titulado Pura Vida, que a continuación reproducimos, él fue el encargado de inaugurar el pasado 14 de noviembre la 42 edición de la Feria del Libro Antiguo de Sevilla.
LUIS ALBERTO DE CUENCA, Real Academia de la Historia
Apenas tengo recuerdos previos a mi primera experiencia lectora. Toda mi memoria está absorbida por la pasta de papel con que se hacen los libros. Yo aprendí a leer en los tebeos, que en la época de mi infancia eran el alimento principal de los niños de entonces, junto al pan con aceite, al pan con chocolate, al tocino frito y otras delicatessen por el estilo. En el Museo del Juguete de Figueras (Gerona) hay en una vitrina una foto mía, fechada en agosto de 1952, en la que, con menos de dos años, ya tenía un tebeo abierto en las manos. Obviamente no sabía leer, pero ya empuñaba el Pulgarcito de rigor con la familiaridad y la prestancia que confiere la entrega de alguien a una causa desde el principio.
Hay muchos tipos de lectores. Los más de ellos dedican sus afanes a devorar best sellers, que son aquellos libros que se escriben con la finalidad de que los lea mucha gente. A estos lectores los autores clásicos y, en general, cualquier literatura anterior al siglo XXI les parecen pura arqueología, pues lo que les interesa de la lectura es tan solo tener un motivo para poder hablar de algo con sus amigos los fines de semana delante de un gin tonic.
Los hay que solo leen literatura «de izquierdas» o literatura «de derechas», como si la buena o la mala literatura dependiese de etiquetas políticas o de precintos ideológicos.
Los hay que solo leen lo que suele llamarse «gran literatura», que es la que se contempla a sí misma de forma descaradamente narcisista y prescinde del mundo exterior a la escritura. La pedantería que destila este género de lectores resulta molesta por infatuada y excluyente.
Los hay que solo leen tebeos. Suele ser gente sana e inofensiva, que ha olvidado crecer y que discute con minuciosidad exasperante los méritos respectivos de los mil dibujantes que han trabajado para Marvel o para DC, las dos grandes empresas estadounidenses de cómics.
Hay otro tipo de lectores que prefieren intoxicarse exclusivamente con literatura fantástica, por ejemplo, manteniendo interminables discusiones acerca de la inclusión o no de una determinada novela bajo alguno de los muchos marbetes que han inventado para clasificar el material que les interesa. Se diría que les importa más adscribir una novela a un determinado género o subgénero (SF, Fantasy, Sword & Sorcery, etc.), que divertirse leyéndola, lo que convierte el medio en que se mueven nuestros fans en un ambiente friqui de exaltada, y a la vez entrañable, hiperespecialización sin sentido.
Y luego hay gente como yo, y como usted que me está escuchando, que es capaz de disfrutar al mismo tiempo con Shakespeare y el cantar del Cid, con Oscar Wilde y los Nibelungos, con Tolkien y Petrarca, con Céline y con Brecht, con Homero y Abraham Merritt, con el poeta olvidado y oscuro al que nadie recuerda y con el célebre escritor que acapara varias columnas en las enciclopedias, con las planchas dominicales de Prince Valiant y las maravillosas octavas de Orlando furioso. Los hay que, como usted y como yo, leemos como vicio, para alimentar nuestra adicción, que es a mi parecer la mejor forma de deleitarse con la lectura. Sobre todo sabiendo que no hay que acudir a ningún poblado del extrarradio para obtener la droga de nuestras entretelas, pues los libros (de momento, y toquemos madera) no están prohibidos.
Mi vida ha sido desde los doce años una continua búsqueda de libros, antiguos y modernos. (Y digo desde los doce años, porque antes, desde los siete a los doce, lo que perseguía eran, básicamente, tebeos). Desde que tengo uso de razón, he sabido que uno de los placeres más intensos que puede experimentar un ser humano es encontrar el libro —o el tebeo, o el cromo— que anda buscando. Mis sueños están llenos de estanterías de librerías por las que mis manos y mis ojos vagan infructuosamente hasta dar con el libro deseado. Cuando descubro el lomo apetecido y lo retiro del estante y voy a abrirlo y hojearlo, entonces me despierto, y aquella librería de viejo se convierte en mi alcoba, y el libro soñado se transforma en nada (estoy esperando a que David Lynch transcriba esos sueños en uno de sus formidables thrillers oníricos, mezclándolos con algún crimen de los suyos, para darle más atractivo al asunto).
Otras veces sí llego a descubrir de qué libro se trata antes de despertarme. Casi siempre es un título muy raro: una edición desconocida y completa de Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki, una novela perdida de Robert Louis Stevenson, una versión muy aumentada de la Historia universal de la infamia de Borges o un cuaderno inédito de El Guerrero del Antifaz que no llegó a distribuirse. Procuro elegir bien las piezas bibliográficas que cobro en mis sueños bibliomaníacos.
A los diecisiete años, me puse de largo como cazador de libros. Es un tipo de caza que no exige madrugar, ni loden, ni escopeta al hombro. Solo afición, y ganas, y vicio. Puedo recordar sin esforzarme todas y cada una de las librerías que, periódicamente, visitaba en mi primera juventud con el ímpetu propio de los años. En todas ellas me aguardaba una grata sorpresa en forma de libro, por no hablar de lo mucho que aprendí con los que vendían esos libros y con los demás cazadores que me disputaban las presas. La caza del libro, como la del zorro, es una experiencia colectiva. No es solo revisar los volúmenes que se dan cita en las estanterías y escoger el que más te gusta. Es también complacerse en la charla infinita del librero, que tanto puede ilustrar nuestra búsqueda, y departir con el aficionado que entra en la librería preguntando por ese libro que hemos visto la víspera en otro sitio, y comprobar cómo las horas no son siempre emisarias de la muerte, sino también, algunas veces, mensajeras del paraíso.
En el curso de mi actividad cinegético-bibliofílica conocí, por ejemplo, a don Julio Caro Baroja, quien, a raíz de nuestros encuentros en diferentes librerías madrileñas, me invitó a su casa a visitarlo —cosa que hice de forma habitual durante varios años—. En la librería de Luis Bardón coincidí infinidad de veces con don Enrique Tierno Galván, que me orientaba con gran generosidad a propósito de mis compras, llegando a decirme en alguna ocasión que no comprara tal o cual libro por su excesivo precio. Las librerías de viejo son una buena disculpa para hacer amistades duraderas.
He pasado en las librerías de toda España ratos muy agradables. Casi siempre iba acompañado. Uno de mis maestros en la Universidad Autónoma, el tristemente desaparecido Juan Manuel Rozas, que luego enseñó Literatura en Santiago de Compostela y en Cáceres, fue mi principal iniciador en los secretos de la bibliofilia. Me recuerdo con él recorriendo librerías, en las que él era muy conocido y donde lo atendían divinamente. Por aquel entonces —serían los primeros años setenta del siglo pasado— me ofreció un buen amigo, el cineasta y pintor onubense Fernando González de Canales, un montón de primeras ediciones de don Ramón del Valle-Inclán, con dedicatorias de puño y letra del autor de las Sonatas ni más ni menos que a Benavente. Di parte del ofrecimiento a Juan Manuel, pues el precio era excesivo para mis posibilidades, y entre los dos compramos el lote, origen de mi colección valleinclanesca. Rozas fue un inmejorable Virgilio en la oscura floresta de mi naciente bibliofilia. Le envío desde aquí mi mejor recuerdo y, también, una mala noticia: todavía no tengo la edición príncipe (1844) del Tenorio de Zorrilla, ni —lo que es bastante más grave— tampoco la tiene la Biblioteca Nacional, pese a los esfuerzos que hemos hecho en los últimos años por conseguirla.
Podría hacer mención de algunas de las joyas que se dan cita en mi biblioteca privada, pero me da la impresión de que si me refiero a unos libros, habrá otros, de iguales méritos, que se sientan discriminados por mi elección. Cuando los veo en sus estantes, alineados y silenciosos, nacidos para que, una tarde feliz o una mañana afortunada, el pícaro Azar o su alter ego, la candorosa Providencia, los condujesen a mis sedientas manos, siento una especie de estremecimiento de felicidad similar al que produce el hecho de tener amigos o de poder ver cómo crecen los hijos o los nietos. Felicidad, placer, orgullo de compartir mi vida con los libros. Porque estamos hechos de libros. Somos como ese bibliotecario que pintó Giuseppe Arcimboldo y cuyo rostro es un rompecabezas de libros. De manera que un códice miniado, un pliego de cordel del siglo XVI, el Salustio de Ibarra, una simple edición de bolsillo de Alianza o de la colección Austral, la última novela juvenil de César Mallorquí o la última entrega poética de Roger Wolfe, son teselas del libro único que reúne todos los libros en un mismo mosaico y de cuya materia —que es la misma con la que se tejen los sueños— están hechos los hombres y mujeres del mundo, a mayor gloria —y magia— de la especie homo sapiens, la única inteligente del planeta.
Detrás de cada firma comercial, en la nube de volúmenes que pueblan el exterior y el interior de cada caseta en esta Feria del Libro Antiguo y de Ocasión hispalense —Sevilla es una ciudad que amo, donde he publicado muchos títulos y me encuentro siempre muy a gusto— nos acechan los libros que ilustraron nuestro pasado y nos aguardan los libros que van a iluminar nuestro futuro. «La puerta es la que elige, no el hombre», escribió Borges en alguna parte, y esta Feria del Libro Antiguo de Sevilla es una puerta múltiple que se abre ante el aficionado para ofrecerle trozos de pretérito o retazos de porvenir: pura vida, en suma. Vida feroz y enfebrecida, pero también vida apacible y sosegada, posibilidad de encarnarnos en infinidad de biografías ficticias que nos dan pistas para conocernos mejor y viajar por el mundo de la imaginación sin levantarnos de nuestra butaca favorita. Eso es lo que ofrecen los libros a los seres humanos.
Consagré a los libros una pieza de mi poemario Por fuertes y fronteras (Madrid, Visor, 1996), titulada precisamente «Libros», que iba dedicado a otro gran amante de la letra impresa, el expresidente José María Aznar. Con los nueve versos de ese poema pongo punto final a estas palabras de celebración y complicidad. Dicen así:
Qué sería de mí sin vosotros,
tiranos y, a la vez, embajadores
de la imaginación,
verdugos del deseo
y, al mismo tiempo, mensajeros suyos,
libros llenos de cosas deplorables
y de cosas sublimes,
a los que odiar
o por los que morir.

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