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Paraíso y jardín

Bajo la mirada, ensimismada e indiferente, tan sevillana, por fina y fría, de Luis Cernuda en una de sus fotos juveniles, se inaugura la VII Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. No es vano evocar su figura, pues las primeras ediciones de sus libros, con su sencilla y exacta elegancia, son ya piezas de bibliofilia y disfrute, también en lo material, para cualquier amante de la poesía. El mismo Cernuda nos cuenta cómo fue la temprana lectura de Bécquer, en una edición en tres tomos y prestadas por sus primas, su inicial contacto con la poesía, y en un pasaje de Ocnos evoca la biblioteca paterna, “sus tomos en folio de encuadernación rojo y oro, por cuyas páginas de ahondaban los grabados con encanto indecible”.

Desde la biblioteca circular de Michel Eyquem, señor de Montaigne, hasta la laberíntica biblioteca de Babel imaginada por Jorge Luis Borges, han transcurrido casi cuatro siglos, y han sido pocos los autores importantes que no nos hayan legado unas páginas, unas frases siquiera, sobre el libro. El libro como vehículo de cultura pero también como objeto bello. El libro como obsesión o fetiche para el coleccionista o como pasatiempo, “deleitar enseñando”, para el lector común. Pero también el libro como símbolo trascendente, tal y como lo presenta Marcel Proust en el capítulo que dedica en su novela a la muerte del escritor Bergotte: “Lo enterraron, pero durante toda la noche fúnebre, en las vitrinas iluminadas, sus libros, dispuestos de tres en tres, velaban cual ángeles de alas desplegadas y parecían, para el que ya no estaba el símbolo de su resurrección”.

Sin embargo, Sevilla ha preferido otras resurrecciones más fáciles, y nunca ha tenido devoción, ni siquiera afición, por el libro. Si ha sido siempre olvidadiza para con sus poetas, muchísimo más para con sus bibliófilos. A don Hernando Colón se le recuerda vagamente por la biblioteca que lleva su nombre. Pero ¿y al duque de T’Serclaes, al marqués de Jerez de los Caballeros, a Miguel Romero Martínez? Sus bibliotecas fueron dispersadas por sus herederos o están en alguna universidad norteamericana. No, en Sevilla no hay demasiado aprecio, quizá por desconocimiento, por el libro viejo. Tenemos una Cuesta del Rosario pero no una cuesta de Claudio Moyano, ni hay tampoco bouquinistes a orillas del Guadalquivir, con tantos motivos como el Sena para tenerlos.

Pero, tras un año de desapego, al menos durante quince días la ciudad puede reconciliarse con el libro antiguo, y estas palabras pretender ser una invitación a ello. Una invitación a la búsqueda, a demorarse ante los anaqueles con el anhelo de encontrar aquel libro cuya ausencia siempre hemos sentido e en nuestra biblioteca. Porque uno de los mayores atractivos de la Feria es la sorpresa: no sabemos aún qué hallazgos nos esperan en estas casetas dispuestas ya para nuestro primer paseo, para nuestras sucesivas visitas.

Cada año, durante quince días, esta plaza de San Francisco, escenario a lo largo de su historia de fiestas reales y de autos de fe, de mascaradas y de procesiones de Corpus, se transforma, y este cambio va más allá de su apariencia externa. Borges, que tanto nos ha enseñado a amar los libros, escribió en uno de sus poemas: “Yo, que me figuraba el paraíso / bajo la especie de una biblioteca”.  Al recordar aquí estos versos, sabemos que este atalaya de la ciudad se transforma, como sería grato al barroco granadino, en un jardín, aunque invernal, y en un paraíso: en un Paraíso abierto para muchos y en un Jardín abierto para todos.

Juan Lamillar, noviembre de 1984

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